Se despertó como cada mañana: abrazada a su almohada, con los pies destapados y el pelo revuelto. Se incorporó y al mirar a su lado se dio cuenta de que había cometido el gran error de su vida. Se dejó caer sobre la almohada nuevamente, y cerró los ojos.
No recordaba nada de lo sucedido la noche anterior. A las dos de la madrugada ya había perdido la noción del tiempo y parte de su sueldo en aquel bar de lujo que tenía debajo de su piso. Había llamado a su mejor amiga con una leve esperanza de tener alguien a su lado. Pero esa que ella llamaba su mejor amiga, que siempre había sido un poco puta, a los diez minutos ya se estaba liando con uno de los dos chicos que las habían estado observando desde el otro extremo de la barra, mientras el otro intentaba, a pesar de sus constantes negativas, ligar con ella. Pero su fuerza de voluntad se estaba acabando, y la voz de ese chico tan atractivo penetraba de forma incesante por sus oídos. Ese era su último recuerdo.
Todavía no sabía muy bien cómo había podido llegar a esa estúpida situación. La tarde anterior había llegado a casa después de una de tantas reuniones en su trabajo, con ejecutivos incompetentes, directivos sin escrúpulos, cabronazos interesados cuyo único objetivo es poder echar un polvo con su secretaria veinteañera.
Había dejado las llaves sobre la mesita de la entrada, y a la vez que se quitaba los incómodos tacones, saludaba con un alegre “Ya estoy en casa, cariño” a su novio. Se dirigió a su cuarto y se quitó aquel elegante vestido con sumo cuidado, y se puso su chándal azul y blanco. Él la esperaba en la cocina, dando los últimos retoques a la comida.
Y fue cuando comenzó todo. A Él le gustaba la comida con un poco de sal y caliente, muy caliente. A Ella, sosa y templada, casi fría. Y fue cuando comenzaron a discutir. El estrés de su día de trabajo, unido a los constantes acosos del malnacido de su jefe, acabaron explotando dirigidos a Él. Sobrevolaban cuchillos en una atmósfera que se podía agarrar con los dedos y tirar de ella. Aparecieron viejos rencores por cosas insignificantes que nunca fueron ciertas; reproches, gritos y la comida desparramada por el suelo.
Él amenaza con irse. Ella le dice que si lo hace, no vuelva nunca. Se acaban las voces. Se hace el silencio, y Él se va a preparar su maleta. Se sienta poco a poco en el suelo, agarrándose las rodillas. Dos lágrimas comienzan a caer por sus mejillas, llevándose consigo los restos de rímel, manchando su sudadera blanca. El pelo le tapa la cara, y no puede verle salir por la puerta. Solo oye el ronco ruido de las bisagras y un tremendo portazo.
Volvió a mirar a su lado, y al ver de nuevo el hueco de la cama libre, vacío, se dio cuenta de la soledad que la invadía. A ella. A su cama. A su casa. A su vida. Decidió que ya era hora de levantarse. Se dirigió a la ducha, se quitó su pijama y abrió el grifo. El agua comenzó a recorrer su cuerpo, haciendo remolinos por los pliegues de su piel, ondulando entre sus cabellos rizados. Cerró los ojos, y se relajó.
En su mente un único pensamiento: “y todo por un poco de sal”.
**No sabía si poner este texto o no hacerlo. Al final, me he decidido a hacerlo. Hay veces que tienes que hacer algo para saber si es lo que tenías que hacer, o por el contrario ha sido una equivocación. Esta, es una de esas veces**
____________________________________
"Y sin embargo..."
Salamanca, 12 de mayo de 2008
Muy bueno.Muy realista.
ResponderEliminarEs curioso pensar que somos capaces de discutir y de llegar a extremos por cosas insignificantes.Aunque a mi juicio "ese poco de sal" sólo fue la gota final que acabó por colmar el vaso.Desparramando su contenido. Esas gotas,en ocasiones son realmente necesarias.
Saludos.