31 agosto 2008

El ángel de alas negras

Todas las mañanas se escondía detrás de aquel ángel de alas negras, oculto entre la niebla que siempre cubría aquellos parajes. Unos metros más allá de dónde se encontraba, se alzaba un viejo palacete modernista. Tenía un aire fantasmal y un tanto tétrico, quizá porque se encontraba apartado de toda civilización, como si el tiempo se hubiera detenido en ese lugar hace muchos años; quizá porque el agua que se evaporaba del oscuro lago que tenía a su lado lo envolvía como si de un espectro se tratara; o quizás era solo su imaginación juvenil quien le hacía verlo como si fuera producto de una novela negra.

El suave ronroneo de un viejo coche lo sacó de sus pensamientos. A pesar de que no había amanecido todavía, el coche se movía sin luces en la penumbra matutina, pero con seguridad. Se paró delante de la puerta del palacete y descendió un chófer elegantemente vestido, con pelo cano y un bigote poblado. Abrió la puerta trasera del vehículo, y esperó a su lado. Al momento, la vio aparecer. Descendía lentamente por la escalinata del palacete. No tendría más de 30 años. Cuerpo esbelto, piernas bien torneadas, nariz estilizada, unas facciones bien definidas, traje negro que marcaba su figura, unos guantes largos a lo Rita Hayworth, los ojos ocultos por un velo que caía con absoluta perfección de la pamela en la que recogía su pelo y unos labios rojos tan bien perfilados que ni el mejor pintor lo hubiera sabido hacer mejor.

Era ella. La Dama Negra. Montó en el coche, y tras cerrar la puerta, el chófer se puso al volante y dirigió el coche a la salida, al lugar dónde él se encontraba escondido. Pasaron a su lado lentamente, pero sin detenerse. El coche circulaba en un silencio sorprendente, roto solamente por el ronroneo del motor, y con suma suavidad, a pesar de lo escabroso del camino.

Siguió al coche por ese camino. Iba tan lento que podía ir detrás de él a una distancia prudente para que no le vieran, pero sin perderlo de vista. De pronto, el coche se apartó del camino, y se introdujo en el bosque. Ningún vehículo podría circular por allí, pero ese coche se movía como si fuera un camino asfaltado. Incluso a él le costaba caminar por allí. Sin embargo, el coche seguía impasible su camino, sorteando árboles, como si no siguiera una trayectoria fija, pero con la seguridad de conocer el camino a la perfección.

De pronto, el coche se detuvo. Estaba ante unas herrumbrosas puertas, en las que se podía distinguir una cruz oxidada por el paso de los años. Era un antiguo cementerio. El chófer abrió la puerta trasera, y la Dama Negra descendió del vehículo. Esperó a que el coche se fuera, y empujó la puerta, que se quejó con un chirrido metálico. Cuando hubo desaparecido en el interior, salió presuroso de detrás del árbol que le había servido de escondrijo, y cruzó las puertas.

Lo que vio, lo dejó pasmado. Las viejas lápidas aparecían en la tierra sin orden aparente, tan solo organizadas por el minúsculo sendero en el que se encontraba. Unas estaban ladeadas, otras cubiertas por completo de una espesa vegetación, y alguna que otra rota. Se acercó a una de ellas, y apartó con la mano las plantas que la cubrían. No tenía nombre. Tan solo dos años esculpidos en aquel granito. Dio dos pasos hacia atrás, y tropezó con algo. Cuando giró la cabeza, vio una calavera en el suelo, a sus pies. Las cuencas vacías de los ojos le miraban fijamente a la cara. Poco le faltó para dar un grito de terror, pero no fue capaz.

Cuando se repuso, continuó caminando. Había perdido de vista a la Dama Negra. Se fue fijando en las lápidas que había a los lados del sendero, y se dio cuenta de que ninguna tenia nombre. Aquello cada vez le aterrorizaba más, y sin embargo no era capaz de darse la vuelta y salir corriendo. Había algo que lo impulsaba a seguir, pero no sabía el qué.

El sendero comenzó a ascender, y al mirar hacia arriba, vio un enorme panteón. Tenía la puerta abierta, y en la parte superior, un ángel con alas negras esculpido en el mármol. El símbolo de la Dama Negra. Se acercó a la puerta y miró en el interior, con cuidado de no ser visto. La Dama Negra se encontraba arrodillada en un reclinatorio, rezando, con las manos juntas en las que sujetaba un rosario negro. No se habría fijado en esto si no fuera porque no era un rosario habitual. En lugar de una cruz, tenía un ángel. El ángel de alas negras.

- Te estaba esperando.

La voz de la Dama Negra lo dejó sin aliento. Era una voz suave y dulce, pero a la vez autoritaria. Una voz que unida a la belleza de su dueña, podía conseguir que cualquier hombre sucumbiera a sus encantos e hiciese todo cuanto ella deseara.

La Dama Negra se levantó, y con paso firme se acercó a él. Su corazón latía deprisa, y sus piernas no reaccionaban. Al llegar a su altura, se le quedó mirando. Sus ojos seguían ocultos por el velo, pero a través de él pudo adivinar que a pesar de la belleza de la mujer, eran unos ojos tristes, apagados y sin vida.

Sin previo aviso, la Dama Negra acercó sus labios y los posó sobre los suyos, sumiéndose en un largo beso. Poco a poco le fue despojando de la ropa. La Dama Negra exploraba su cuerpo, cada recoveco, cada músculo, cada parte sensitiva, proporcionándole un placer que no sabía que existiese. Cerró los ojos un momento y se dejó llevar.

Al abrirlos de nuevo, la Dama Negra se había despojado de su vestido y se retorcía encima de él. Su cuerpo era de un color blanquecino, sus senos rosados, y su largo pelo colgaba alborotado sobre sus hombros. Hasta ese momento no se había fijado en su pelo. Negro como el azabache, largo y bien cuidado, contrastaba fuertemente con su piel tan clara. Era en verdad una mujer hermosa.

Un grito desgarrador salió de su garganta, y la Dama Negra se tendió sobre él, cayendo los dos en un sueño profundo, lleno de paz y tranquilidad. Soñó que volaba por encima de aquel bosque en el que se encontraba el cementerio, viendo los árboles diminutos, y el angosto camino que había recorrido hacía tan solo unas horas. A su lado, la Dama Negra volaba agarrada a él, agitando unas esbeltas alas negras. De pronto, la Dama Negra le soltaba, y sentía como caía en picado hacia el suelo, lo veía cada vez más cerca.

Cuando estaba a punto de estrellarse, se despertó. “Solo ha sido un sueño” se dijo. Se frotó los ojos, y pudo ver que se encontraba en un dormitorio elegantemente amueblado, tumbado en una confortable cama con dosel. Al lado de la ventana, en una pequeña mesa, un suculento desayuno esperaba para él. Se incorporó en la cama, y en ese momento se dio cuenta.

En su pecho, marcado a fuego, había algo. El ángel de las alas negras.

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Salamanca, 31 de Agosto de 2008