27 junio 2008

...donde se pudre todo

- No me salgas ahora con que no eres un descreído como yo y quieres llegar impoluto de corazón y de bajos al lecho nupcial, que eres un alma pura que ansía esperar ese momento mágico en que el amor verdadero te lleve a descubrir el éxtasis de la carne y el alma en unísono bendecido por el Espíritu Santo y así poblar el mundo de criaturas que lleven tu apellido y los ojos de su madre, esa santa mujer dechado de virtud y recato de cuya mano entrarás en las puertas del cielo bajo la benevolente y aprobadora mirada del Niño Jesús.

- No iba a decir eso.

- Me alegro, porque es posible, y subrayo posible, que ese momento no llegue nunca, que no te enamores, que no quieras ni puedas entregarle la vida a nadie y que, como yo, cumplas un día los cuarenta y cinco años y te des cuenta de que ya no eres joven y que no había para ti un coro de cupidos con liras ni un lecho de rosas blancas tendido hacia el altar, y la única venganza que te quede sea robarle a la vida el placer de esa carne firme y ardiente que se evapora más rápido que las buenas intenciones, y que es lo más parecido al cielo que encontrarás en este cochino mundo donde se pudre todo, empezando por la belleza, y acabando por la memoria


Carlos Ruiz Zafón en "El juego del ángel"





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"No se hizo la miel para la boca del asno"
Salamanca, 27 de Junio de 2008

13 junio 2008

II

Es el primer cliente. Son las 6 de la mañana y el bar acaba de abrir sus puertas. Todavía puede apreciarse el olor del amoníaco con el que han limpiado la noche anterior. El camarero le saluda, comenta el día que hace, se queja del estado del tráfico a esas horas de la mañana, y se alegra al ver que por un día, el periódico ha llegado a tiempo. Él calla. Sus únicas palabras son para pedir un vaso de whisky.

Se sienta en un taburete de la barra, se frota los ojos y la barba de dos días, y enciende un cigarrillo. El humo le hace toser, pero no lo apaga. Después de dos años sin fumar, quiere darse el placer de saborearlo sin que nadie le diga nada. Aspirar cada bocanada, cada calada, como si en ello le fuese la vida. Disfrutar del sabor. Y expulsar el humo lentamente.

Dos años... dos largos años hacía que la conoció. Dos largos años en los que Ella le cambió la vida. Dos años en los que consiguió que saliera del pozo en el que se había hundido tras el fracaso de su breve, por no decir nula, carrera musical. Y ahora, Ella, esa misma persona que le había rescatado de un sumidero de mierda donde se ahogaban borrachos en aquel whisky aguado; esa persona que le había querido sin Él pedírselo, y a la que había amado incondicionalmente; ella le había vuelto a confinar de nuevo a esa mugrienta cárcel. Quizá sin pretenderlo.

La mañana anterior se había despertado con el ruido de la ducha. Ella estaba allí, preparándose para ir a trabajar como cada mañana. Dio media vuelta intentando dormir un poco más. Despertó a mediodía, cuando su despertador encendió la radio, y comenzó a sonar la canción de moda, que repetían a todas horas en todas las emisoras. Harto de escucharla, le pegó una hostia al reloj. Decidió que la mejor forma de relajarse era preparar para Ella su plato preferido.

Buscó la receta en Internet. No parecía difícil. Pasos básicos que tantas veces había repetido para hacer la comida diaria. Hasta que llegó ese momento crucial en toda receta de cocina. Las palabras a las que todo iluso que se aventure en el arte de la restauración, aunque sea a nivel doméstico, tanto teme: “añada una pizca de sal”. De puta madre. ¿Qué es una pizca de sal? Él sabía que Ella prefería la comida con poca sal. Decidió aventurarse, y añadió eso que Él creía que era una “pizca”.

Esa pizca resultó ser el origen de todo: de su borrachera, su vuelta a un mal vicio que tanto estaba disfrutando en ese momento, su ojo morado y su corazón roto. Todavía tenía en sus oídos el eco del portazo que dio al salir de casa. Todavía notaba la extraña sensación que sintió cuando se quedo de pie, tras la puerta sin poder moverse. Todavía no sabía porqué se había quedado con el puño en alto, a escasos centímetros de la puerta, y no había llamado.

El ruido de la vajilla sobre la barra del bar le sacó de su ensimismamiento. El camarero le sonreía condescendiente, como si con solo mirarle le comprendiese. “En esta profesión también somos un poco psicólogos. Escuchamos a la gente, les aconsejamos, les ofrecemos compañía. La diferencia está en que nosotros servimos copas. Tómese esto, invita la casa”.

Ante él, un café cortado, sin azúcar.

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"Echo de menos oir tu voz..."
Salamanca, 14 de mayo de 2008